¿Qué hay detrás de una taza de café colombiano? Me pregunto a mí misma mientras muevo suavemente la cuchara para entibiar un poco el café caliente que me acaba de servir Doña Carmenza. En el aire siento el aroma de las flores que cuelgan de soportes metálicos, de las que están sembradas en materos, canastas y ollas de aluminio y que engalanan los corredores, las ventanas, el zaguán, el jardín y el patio trasero de una casa tradicional antioqueña construida en 1880 en Salamina, Caldas.
Con un «Bien pueda, siga», ella me recibió en su casa sin previo aviso. Detrás de esa puerta, también me daba la bienvenida un centenar de historias, un mundo antiguo y paralelo al actual.
Entramos por la puerta principal y ahí mismo vi el patio central con una terraza que mira directamente los cerros. Justo al lado se encontraba la cocina, la cual contrastaba con el resto de la casa por el estilo moderno que le habían dado después de su renovación.
Gustavo, mi anfitrión de Couchsurfing y quien hacía las veces de guía turístico, entendió a la perfección cuando le dije que deseaba conocer una casa típica de la región. Lo que me tenía preparado superó mis expectativas.
Me escuchó y me pidió que lo acompañara. Así, sin previo aviso, tocamos la pieza de metal que colgaba en el exterior de una puerta color blanca con franjas negras y tan solo con un: «ella no es de aquí y le gustaría conocer una casa típica de la región», ya tenía un tiquete VIP para conocer las historias detrás de una taza de café.
-¿Le provoca un cafecito?- Me pregunta Doña Carmenza al mismo tiempo que se levanta de la mesa para dirigirse a la cocina.
La respuesta para ella, -así como para la mayoría de anfitriones colombianos- es muy obvia. Sonriendo le respondo que sí, ya que no tengo justificativos para explicarle que no me gusta el café y tampoco deseo cerrarme a ninguna conversación que despierta tomar una taza de nuestra afamada bebida nacional.
Le pido permiso para tomar unas fotos de su patio y desde la cocina me grita que «bien pueda».
Regresa sosteniendo una bandeja con tres tazas de café y suavemente la pone sobre la mesa. La curiosidad de saber quién era y por qué estaba acá, no dio espera y empezó el interrogatorio. Me afirmó que la gente de esta zona es la más hospitalaria de Colombia y se preocupó por saber si me gustaba o no el café.
Este sí es del bueno, me dijo.
Le respondo con una sonrisa mientras mi mente automáticamente se transporta a una Hacienda cafetera en Chinchiná, Caldas, que había visitado días antes con dos extranjeros que conocí en Pereira.
Le hago saber lo que ya sé. Lo que escuché por primera vez aquel día rodeada de plantaciones de café. El café de cada mañana, el café de Colombia. Para muchos, el mejor café del mundo ¿Cierto?
¿Y cómo llegamos a la taza?
Todo empieza en las fincas cafeteras ubicadas en las colinas de los departamentos de Quindío, Risaralda, Caldas y Antioquia. Colinas apostadas en suelos entre 1.200 y 1.50 msnm, donde se pueda asegurar una combinación perfecta entre calidez y precipitaciones.
Allí, durante seis meses crecen unas plantas pequeñas denominadas «fosforitos» y cuando estén listas, son transportadas a las fincas.
Nunca he sido amante al café, no me gusta y ni siquiera puedo diferenciar uno de buena o mala calidad. Aquellos días decidí visitar la finca para servirle de traductora a dos viajeros provenientes de Holanda y Alemania. Además, ¿Por qué no visitar una finca cafetera por primera vez en mi vida?
A medida que seguimos en nuestro caprichoso ritual mientras hablamos de todo un poco, yo observo las montañas a lo lejos y pienso en el recorrido que había hecho en alguna de esas fincas.
Cuando la planta ha crecido se recogen los frutos maduros. Frutos de color rojo parecidos al de la cereza. En Colombia los recogen con la mano mientras que en otros países como Brasil, lo hacen por medio de máquinas.
Recolectan el fruto rojo y amarillo. Luego los recolectores llevan los frutos para pesarlo (dependiendo de lo que marque el peso, es la cantidad de dinero que reciben) lo depositan en una máquina llamada Dolfa, la cual despulpa y el fruto cae sobre un tanque con agua. El de mejor calidad se hunde y el de segunda o tercera calidad flota y es ése el que queda en Colombia.
El fruto se seca y se deja listo para tostar. Luego es llevado a las acopiadoras y comprado por toneladas por la Federación Nacional de Cafeteros para luego ser empacado en elegantes y llamativas bolsa marcadas con frases como «el mejor café del mundo» y terminar en alguna taza de café, como la que tomo mientras observo el paisaje.
La «resaca» o «pasilla» es lo que beben bebemos los colombianos masivamente. Aquel día salí del engaño. Los extranjeros que acompañaba, también. La alemana, atraída por la publicidad de vivir la experiencia cafetera y probar el mejor café, se dio cuenta que en realidad para probar el mejor, debía comprarlo en las estanterías de su país y no aquí.
Le doy un sorbo a mi taza de café que ya está a punto de finalizar.
Me preguntan si quiero más y con una sonrisa les respondo que no. Como dije al principio, no tengo justificativos para explicarle que no me gusta el café pero acepté porque detrás de una taza de café colombiano también se esconde el caprichoso ritual de compartir.
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