La ruta hacia Jardín estaba adornada por una tonalidad de verdes que cubría montañas repletas de plantas de plátano y café. Yo iba adelante, al lado del conductor. Puesto que me gané por ser la última pasajera en subir al bus y el cual me permitió gozar de una vista en asiento de primera clase.
Después de haber pasado dos semanas con mi familia en Guatapé y Medellín, continué el camino sola y decidí ir a conocer uno de los pueblos Patrimonio de Colombia: Jardín, Antioquia.
Salí desde Medellín sin saber nada del pueblo. Tampoco sabía dónde pasaría la noche ni tenía nada programado. Cuando el bus me deja en la plaza El Libertador, la principal del pueblo, inmediatamente noto el ambiente de fiesta. Los dueños de negocios sacan sus sillas coloridas, otros limpian las mesas, enfrente de la iglesia sacan tubos y cables para armar una tarima y en la plaza principal hay un mercado con todo tipo de productos.
Son las fiestas de la Rosa, que se celebran la primera semana del mes de enero y tanto los habitantes como los visitantes se divierten con desfiles, cabalgatas, música que tocan algunas orquestas y otros eventos. En ese momento supe que no encontraría hospedaje y en caso tal, el precio sería elevado.
Pregunté por una Oficina de Turismo y me dirigí hacia allá. La encuentro cerrada y así lo estaría el resto del día.
No estaba nerviosa ni asustada. Confieso que es un arte que he aprendido durante estos años de viaje. Abrir mi mente, emanar energía positiva e intuir que todo estará bien.
Me devolví a la plaza principal y me dispuse a caminar al mismo tiempo que buscaba alojamiento. Con mi cámara empecé a capturar momentos:
♦Dos hombres sentados conversando. El hombre número uno se pone de pie, se despide y se va. Apunto con mi lente a otra mesa. Tomo una foto. Regreso rápidamente a la mesa anterior. El hombre número uno vuelve a recibir compañía. Nuevamente son dos. Quiero tomar una foto pero alguien con una moto se atraviesa. Desisto.
♦Observo al hombre que empuja una carretilla repleta de verduras mientras pregona a los cuatro vientos el precio de los productos.
♦Mujeres venden frutas: mango, papaya, banano, guayaba… la lista no acaba. ¡Qué delicia
♦Hay niños jugando con palomas y un perro «posudo» en la mitad de la plaza. Una niña quiere tocarlo, su padre la detiene y ella hace pucheos.
Fotografío la iglesia. Entro. Camino un poco. Hay figuras de mármol y vidrios de colores que no le niegan la entrada a la luz del sol.
¡Cuántas columnas!
Saco otra foto. Me voy.
Tengo hambre y antojos de comer una ensalada de frutas. Camino varias calles buscando una. Me detengo cuando veo un caballo enfrente de una casa con puertas blancas y flores rojas. No sé que me gusta más: si el hecho de tener un caballo «parqueado» en una calle o el color de la casa. Sea lo que sea, la escena en sí misma es un símbolo de la colombianidad y me encanta.
Me siento en el andén para fotografiar mejor cuando una señora me interrumpe.
-Hola niña de casualidad, ¿Estás buscando hospedaje?
-Ehhh si, algo así-.
¿Acaso era tan real tanta casualidad? ¿En qué momento se alinearon los planetas para que las puertas se me empezaran a abrir de esta manera?
Me dijo que su casa era la amarilla de la esquina, que arrendaba habitaciones para turistas pero que por las fiestas del pueblo todo estaba vendido.
Aún no entendía por qué me ofrecía alojamiento si no tenía disponibilidad, pero decidí aceptar su invitación a conocer la casa de puertas y ventanas amarillas que decoraba la esquina de la calle. Un color amarillo oro que contrastaba con el marrón de los muebles fatigados de una casa típica antioqueña, pero que iban acorde con la vista tan hermosa del pueblo desde el segundo piso.
Es una señora de edad, vive sola con un french poodle blanco en una casa con más de cuatro habitaciones. No me pude hospedar en ninguna de éstas pero me dio su teléfono «por si no encontraba lugar, ella me abría un campito en su casita».
Dejamos la casa y me acompaña a la plaza para encontrar mi ensalada de frutas. Me despido y mientras como, voy buscando opciones.
Al finalizar el plato, decido que voy a un café Internet para buscar hostales, y si no encuentro, busco un guía o hago un walking Tour y me voy en la noche para otro pueblo cercano. Lo hago. Me conecto y no encuentro nada. Todo está agotado. Pregunto al dueño del café por un guía y me señala el lugar, justo enfrente.
Subo unas escaleras de madera muy empinadas. Me dicen que el único tour del día ya salió. Trato de indagar por algún otro guía que me hable de la historia del pueblo mientras me hace un recorrido. No conocen a nadie. En ese momento dos señores me interrumpen y me dicen que conocen a uno. Me lo presentan. El hombre me confiesa que no sabe nada de la historia del pueblo. Al parecer es un guía solo para ayudar a buscar hoteles y tener una escarapela adornando su cuello. Los dos hombres perciben mi acento y me preguntan de qué parte de la costa soy. Les cuento de donde soy, a qué me dedico y qué hago aquí. Se asombran y me dicen «muy guapita tu» por viajar sola. Ellos son antropólogos y están de vacaciones con sus esposas. Al parecer sienten compasión por mi y deciden ayudarme. Caminamos juntos buscando la Casa de la Cultura para encontrar un guía.
Nos asomamos en una casa pensando encontrar lo que buscábamos. Vimos a un hombre de baja (bajísima) estatura dando alguna explicación a un grupo de personas. Entramos y Álvaro, uno de los antropólogos me presenta y le dice lo que busco. El hombre pequeño, me estira la mano, se presenta y me dice: «Luis, para servirle. Yo soy guía de este museo y la puedo ayudar. Nos encontrábamos en el Museo Clara Rojas Pélaez, y él estaba a punto de empezar un tour.
Le digo que no puedo esperar mucho porque no tengo alojamiento y debo tomar el último bus que salga.
Inmediatamente toma su teléfono y hace tres llamadas.
-… Sí, es una chica que está sola y no tiene dónde dormir. Bueno, yo le digo. Sí, claro. Ya le pregunto.
Rápidamente pone la mano izquierda sobre el micrófono de su celular y me pregunta si quiero dormir en la casa de una pareja de pensionados que alquilan su habitación en treinta mil. Le digo que sí, asintiendo con la cabeza y en menos de lo que pensaba, ya tenía dónde pasar la noche.
Le agradezco y decido hacer el recorrido con el grupo. El Museo Clara Rojas Pélaez, fue la casa de la matrona del Municipio de Jardín. Nieta de uno de los fundadores e hija del primer alcalde. Nunca se casó, vivió y murió en esta casa de más de 135 años de antigüedad y que ahora hace parte del Patrimonio de Jardín.
Con Luis empecé a caminar y entramos a la iglesia. Ahora ya no solo veía una «iglesia bonita» sino veinte columnas, mármol traído de Italia, un piso traído de España y más de cien vitrales de colores de Francia. La iglesia neogótica que me había parecido bonita, fue construida con piedras graníticas, sacadas de la cantera de Las Peñas a pocos kilómetros de Jardín y cuenta con dos campanas traídas en barco desde Hamburgo y luego a lomo de mula.
Así pasamos la tarde, caminando y hablando de historia y cultura general, hasta encontrarnos de nuevo con Álvaro quien tomaba cerveza con su esposa y amigos. Nos saludaron, hablamos un poco y el hilo de la conversación nos llevó a continuarla cada uno con una cerveza en la mano.
Cuando me despedí de todos, fui a la casa de Martha y Norberto. Dos pensionados que vivieron toda su vida en Medellín y que ahora después de recibir la pensión, compraron una casa y una finca en un lugar más tranquilo y alejado de las urbes.
Tenía razón al no preocuparme y al confiar en las conexiones de los viajes. Me encanta cómo se abrieron las puertas de Jardín… las puertas de esta vida viajera.
♦ La ciudad con aeropuerto más cercana es Medellín. Desde allí se llega por carretera por la ruta que pasa por Amagá, Bolombolo, Hispania y Andes.
♦Puedes tomar un bus en el terminal sur de Medellín en un viaje aproximadamente de cuatro horas. El tiquete me costó 25.000 COP (alrededor de 13 dólares). *Precio 2017.
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