Camino apoyando mis manos en las paredes. Me encanta tocar esas hermosas piedras marrones, gigantes, tan imponentes, tan de todos y de nadie a la vez, con tanta historia oculta. Voy espacio, hay subidas empinadas y me cuesta respirar. Los casi 3.400 metros sobre el nivel del mar se sienten en cada paso. Me aprietan el pecho y me fatigan en un dos por tres. Veo a mujeres en las esquinas trabajando sus artesanías, con una paleta de multicolores vivos que se cruzan con los muros y calles de piedra. Me gusta estar acá.
Había visto cientos de fotos de Machu Picchu pero nunca (o casi nunca) de Cusco. Por eso me impresiona tanto. Mi amor con esta ciudad fue a primera vista. El enamoramiento va creciendo sin darme cuenta. Sigo subiendo las escaleras y quedándome sin oxígeno. Voy detrás de Kevin, mi amigo francés que me acompaña desde Lima. Tal vez el es más atleta que yo (de eso no tengo la menor duda), por eso avanza más rápido, con paso más firme y aunque me asegura que también le falta el aire para respirar. No le creo.
Unos metros más adelante nos detenemos en una tienda de artesanías. Kevin entra mientras yo me quedo afuera observando y tomando fotos. No pienso comprar nada así que decido quedarme afuera. Un hombre alto, moreno, pelo negro, largo y lacio, vestido de indígena Inca, ofrece en inglés y español tomarse foto con el.
-Foto Miss. Postcard.
Adentro escucho a Kevin preguntando precios en un español rebuscado mientras intenta disimular sus «erres» bien marcadas que sólo un francés puede lograr.
Ya había visto en otra esquina a una mujer con su traje tradicional, sosteniendo a una alpaca bebé en sus brazos y ofreciendo tomarse una foto con ella a cambio de unos buenos soles peruanos. Cusco es el kilómetro cero de aquellos viajeros (llámense locales y extranjeros) que desean conocer Macu Picchu y el Valle Sagrado. La ciudad entera parece estar viajando a la par de mochileros, familias, individuos de todas las naciones, edades, ideales y de todos los bolsillos. A pesar de tener grandes comunidades indígenas que viven de la tierra y de vivir en más armonía con la vida, no se me hace extraño que muchos de ellos hayan optado por sacar también provecho y disfrazarse de Pachacutec o de recorrer el centro con una alpaca en la mano, para ganarse la vida a través de la venta de carácter turístico.
En ese momento Kevin sale de la tienda con una bolsa plástica verde en la mano. Me la entrega mientras lo miro con duda. La abro lentamente mientras descubro que su interior guarda hojas verdes… de coca. Ya lo había visto en la Ciudad Perdida en la Sierra Nevada de Santa Marta, donde los indígenas «coquean» para tener energías y aguantar largas horas de caminata. Acá lo hacen para el mal de altura, para el frío, para todo. Ya es una tradición cultural que se ve en todos los países andinos. Le digo que no sé hacerlo y le explico que no es sólo masticar por masticar. Hay algo más que se debe hacer, pero no sé qué. Decidimos guardarla para más tarde. Cuando alguien más nos explicara o yo me atreviera a preguntar.
Caminamos y llegamos a una plaza llena de vendedores de artesanías. Cada uno administra su «puestito» que consiste en una mesa con un mantel y encima prendas de vestir, pulseras, aretes, bolsas con hojas de coca, sombreros, guantes, gorros de lana , llaveros y cualquier otra cantidad de souvenirs que se puedan llevar de la ciudad. Otros venden comida como choclo con queso. La plaza está rodeada de casas con paredes que se caen a pedazos pero que siguen intactas. Balcones con hermosas vistas y algún comensal tomando un té (de coca) y tomando fotos desde arriba. En el medio hay una tarima con un grupo local tocando música típica andina. El ambiente me encanta. No puedo no amar esta ciudad.
Después de pasar horas caminando y perdiéndonos por estas callecitas de piedra, la lluvia empieza a arreciar. El clima de Cusco es tan inestable como el mes de abril; una hora el astro rey ilumina el día y a la siguiente el cielo gris empieza a ser protagonista para dejar las gotas de agua caer. Decidimos acelerar el paso y nos refugiamos en el mercado de la ciudad. Un lugar llamativo y deslumbrante desde el primer momento en pisarlo. Un edificio en forma rectangular y de un solo piso, con columnas y cubierta metálica que acoge a todo tipo de vendedores de alimentos, especies, plantas medicinales, quesos, carnes y restaurantes.
En los mostradores se despliegan cientos de colores y de formas de frutas exóticas: plátanos, mangos, maracuyás, guanábanas, lúcumas, aguacates, higos chumbos, montañas de frutos que casi ocultan a las vendedoras quienes están sentadas detrás de sus mostradores. Algunos de estos tienen bancos de madera alineados al frente para poder degustar zumo de frutas típicas. Me siento con Kevin en uno de éstos y lo ayudo a hacer la traducción para que pueda elegir el almuerzo. El menú está marcado en pizarras que muestran los diferentes platos, ingredientes y sus respectivos precios. Junto con nuestro plato, pido una de las bebidas tradicionales del país: la chicha morada.
Ambos degustamos la humeante comida servida en un plato hondo, de loza decorada, rebosante de trozos de carne, arroz, verduras y papas. De repente somos interrumpidos por una voz que nos habla en otro idioma. Un estadounidense se acerca y nos pide ayuda porque no entiende el idioma y no sabe qué pedir. No puedo resistirme a ayudar a otro viajero y mucho menos a entablar una conversación. Después de unos minutos, se sienta a mi lado, y los tres comemos codo a codo mientras hablamos de nuevos destinos que aún no hemos descubierto.
Una vez más confirmo que los mercados de las ciudades permiten acercarse un poco más a las costumbres del país que se está recorriendo. Cusco con sus callecitas, su clima bipolar, su mercado tradicional, sus callejones sin vereda, sus amaneceres, sus iglesias antiguas con sus cúpulas decorando el cielo, sus muros de piedras gigantes, sus templos incaicos, sus balcones de madera, sus paredes descascarándose, sus bares ocultos, su historia.
Cusco es una ciudad que mezcla extranjeros con gente local, el ombligo del mundo como lo llamaban los Incas, el centro de su imperio, el Tahuantisuyo, y desde donde ellos empezaron sus conquistas. Imposible no declararle mi amor a primera vista a una ciudad que no me decía nada, pero que terminó teniéndolo todo.
Ahora debemos esperar unos días para continuar viaje y conocer una de las Maravillas del Mundo: Machu Picchu.
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2 Comments
Como no enamorarse de esta hermosa ciudad, sus calles están llenas de muchas buenas vibras y su gente son muy amables.
Totalmente 🙂