El camino era zigzagueante y en subida. De un lado la montaña y del otro lado un abismo verde, sin hondo aparente y lleno de plantaciones de marihuana y coca. Ya iba entendiendo en dónde me encontraba. Lo confirmé cuando veo a un hombre saliendo de su casa con una planta en sus manos y abajo a orillas de la carretera, lo esperaba un hombre con el maletero y las puertas del carro de par en par, adornado y abarrotado por plantas de marihuana.
Finalmente llegamos a Toribío, Cauca. Nos bajamos en la Plaza principal, la cual como casi todos los pueblos de Colombia, se reconocen por la iglesia y la alcaldía. Veo comercios abiertos de par en par, niños revoloteando, una mujer embarazada sosteniendo una bolsa llena de comida, comensales en el mercado.
Preguntamos en una droguería por el nombre de la persona que debíamos visitar. El dueño del negocio abandona su puesto y sale a la calle para señalarnos la casa de la persona buscada.
Uno, dos, tres golpes.
Esperamos mientras escuchamos el eco de los ladridos de un perro que se va acelerando y haciendo más fuerte a medida que se acerca.
Nos abren la puerta y ahí está el personaje. Por él es que estamos aquí.
Hasta aquí, yo no entendía nada de lo que pasaba.
Nos hizo entrar a su casa y sentarnos en el sofá de la sala mientras se disculpa por el desorden. Un desorden invisible a mis ojos. En las paredes cuelgan sus diplomas. Descubro que es abogado y que ha pasado la mayor parte del tiempo fuera del pueblo.
Algunas fotos familiares cuelgan en las paredes y decoran la casa en portarretratos. No veo al papá por ningún lado y noto que es hijo único.
El perro que al principio nos ladraba, ahora se acurruca en mis pies. Demasiado pequeño y tierno para decirle que no.
Nos pregunta por el viaje y si fue difícil localizarlo mientras Margarita le responde que no.
Margarita trabaja para una Institución encargada de recopilar datos, información y todo aquello que registre lo ocurrido durante el conflicto nacional. Por azares de la vida, fui invitada por ella y su esposo a observar su trabajo. Casualidades del camino, porque paso más tiempo tentando el destino del viaje que siguiendo un camino recto.
Ella saca su lápiz y empieza a sacarle punta mientras explica el proceso.
-“Debemos recopilar cualquier información que tengas. Te iré preguntando por datos personales y a medida que vayas contando la historia, yo voy anotando y formulándote preguntas”-
Saca una grabadora, la enciende y la deja sobre la mesa de la sala. Procede a sacar un chaleco con el nombre y el logo de la Institución.
Es justo en ese momento donde entiendo todo.
Ahora estoy en trabajo de campo, como asistente, como delegada visual de algo que no me compete… ¿O tal vez si?
El hombre empieza a narrar una serie de historias como respuesta a ninguna pregunta en específico. Una especie de catarsis, vomitando palabras, deshilachando historias, desempolvando recuerdos como quien se deshace de éstos al momento de contarlos.
La historia de algunos atentados del pueblo, de la chiva bomba que en el 2011 marcó un antes y un después en sus memorias, de cuando una pipeta bomba cayó encima de su techo y las esquirlas mataron a una persona que pasaba por su casa. Con su dedo nos señala los huecos que las balas dejaron en las paredes de su casa, como una herida fantasmal que desea olvidar pero no puede.
-“Una vez el techo entero se vino abajo. Ya perdimos la cuenta de cuántas veces hemos tenido que arreglar la casa y resanar las paredes”- Nos dice en medio de una sonrisa que contrastaba con mi cara de horror.
Los huecos reposan al lado de su diploma de abogado, profesión que estudió para demandar por todas las injusticias y el abandono durante las dos últimas décadas.
Con mi cámara tomo fotos de sus manos. Son reflejo de lo que cuenta. Por respeto no tomo fotos de su rostro. No creo que sea fácil contar algo así. No soy quién para afirmarlo pero si me pongo en sus zapatos no es difícil imaginar que recordar tantas atrocidades y tener que narrarlas es tarea de valientes, de alguien que ha aprendido a perdonar, a sonreír, a vivir con ello.
-¿Cómo pueden sonreír después de tanto dolor? Me atrevo a preguntarle.
Me mira fijamente, sonríe y me dice: -“Cuando llevábamos tres, cuatro días y hasta una semana sin poder salir porque estábamos en medio de hostilidades que no cesaban, llegaba un punto donde debíamos decidir si seguíamos escondidos en las casas o salíamos al trabajo, al colegio y a seguir con nuestras vidas, porque, ¿Hasta qué punto mi jefe me aceptaría la excusa y los niños perderían clases? Nos acostumbramos a las balas y al miedo pero nuestras vidas debían continuar porque aún estábamos vivos. Así es ahora. Recordamos lo que no podemos olvidar, pero debemos decidir si seguimos sonriendo o seguimos en las cenizas”-.
Su respuesta me dejo atónita, sin palabras. No debe ser fácil llegar a tal conclusión cuando has visto morir a tus amigos, vecinos, conocidos…
En una carpeta nos muestra todo lo que ha recolectado durante años. Recortes de periódicos, de revistas, entrevistas, caricaturas burlonas de los medios de comunicación. Mientras Margarita llenaba su formulario le pidió ir a su alcoba para ver dónde guardaba los archivos.
Mientras medía los archivos con un metro, él se acordó que guardaba algunas fotos de atentados y un vídeo en su computador. Le pedimos verlo.
Las fotos mostraban la realidad detrás de cada atentado relatado. Mientras las mostraba, nos contaba la historia detrás del foco y del personaje afectado o fallecido. Como el granero a quien una bomba le destruyó su negocio y con lo poco que encontró debajo de los escombros, montó un pequeño granero en la puerta de su casa, unos días después del atentado. Este ha sido uno de los mayores ejemplos que este pueblo ha visto –nos dijo-, su granero fue bombardeado dos veces y dos veces lo volvió a abrir en su casa. Eso era renacer entre las cenizas. Nunca me olvidaré de ese hombre, dice mientras sostiene una foto impresa y la muestra como queriendo demostrar que su historia es cierta.
Yo le creía, ¿Cómo no hacerlo? Tenía la noticia directamente de la fuente y no el matiz disfrazado por conveniencia de unos cuantos detrás de una pantalla o de un papel impreso.
Empezó a buscar entre CD’s empolvados uno en especial. Nos dijo que era un vídeo de una de las tomas de la guerrilla.
-¿Lo tienes filmado?- Le pregunté frunciendo el ceño.
-Si, pero no fui yo. El vídeo se filmó, se quemó y se vendió en el pueblo y alrededores como quien compra un disco de algún cantante famoso. Era también la manera como la guerrilla demostraba que estaba triunfando y reclutaba a niños mostrándoles “su grandeza”.
-¿Reclutaban a muchos? ¿Cómo lo hacían?
-Algunas veces sí. Tenían varios métodos. Una vez supimos que en semana de vacaciones algunos hombres llegaban y a escondidas de los padres les decían a los niños que les iban a enseñar técnicas de supervivencia, les mostraban vídeos con discursos largos de Fidel Castro y hasta les enseñaban a armar y desarmar un fusil. El niño sin saberlo, se estaba envolviendo en una maraña sin salida, se dirigía a la boca del lobo y cuando se daba cuenta, le decían que ya sabía mucho y no lo podían dejar ir. Este es un caso de miles. Niños que eran “enredados” hasta entrar en un túnel sin salida. Otros, sin embargo, veían este tipo de reclutamientos como la única salida de escape de un hogar con un familiar violador o maltratador. Sea como sea, es el retrato de un pueblo olvidado por parte del Estado, de una minoría que gritaba y pedía auxilio pero nadie escuchaba.
El día se hacía eterno al escuchar todo esto. Pero aún no terminábamos. Aún debíamos entrevistar a dos personas más pero sólo me concentraré en una.
Caminamos hacia la casa de una profesora. Él nos acompañó. En el camino noté un gran hueco en el asfalto con pequeñas sombras alrededor.
-Aquí cayó una pipeta bomba y las esquirlas crearon esos centenares de pequeños huecos.
-¿Desde dónde caían? Pregunto ignorantemente
-Desde todos lados. Mira a tu alrededor. Todo es montaña. Toribío es un hueco rodeado de montaña y un corredor muy importante para moverse a otros departamentos del país sin ser percibido. No teníamos escapatoria. Nosotros escuchábamos cuando la guerrilla lanzaba esas pipetas –con su boca y sus manos imita el sonido del lanzamiento-, pero el sonido más perturbador era el del silencio. Ese silencio indicaba que ya había sido lanzada pero no sabíamos en dónde iba a caer. Era al azar.
Miré a mi alrededor y sentí un dolor profundo por todo lo que tuvieron que sufrir.
***
La casa era de dos pisos con un hermoso jardín decorado y un balcón en medio de dos grandes ventanas.
¡Qué linda! Pensé.
Tal vez imaginándome que en un pueblo tan olvidado y asediado como este, no podrían existir personas que gastaran sus ahorros o pidieran un préstamo al banco para construir su morada en medio de una guerra que no les corresponde.
Después de presentarnos y explicarle el proceso, nos dejó entrar a su casa y nos sentamos en la sala. Lo primero que noto es la gran imagen de Jesús colgando detrás de la puerta y las imágenes de toda la familia adornando la casa. Miro hacia arriba y veo que el techo no es de cemento ni madera, es de hierro. Pérgolas de hierro color beige.
La profesora sostenía en su mano una agenda negra desgastada. Pasaba hoja por hoja rápidamente y señalaba sólo la letra subrayada con resaltador verde. Un color que contrastaba con el rojo oscuro y malgastado de sus largas uñas.
Ella anotó día a día cada suceso vivido en el pueblo. Había fechas seguidas, unas detrás de otras.
Una línea consecutiva que mostraba como los hechos ocurrían y el hostigamiento que este pueblo había sufrido durante décadas. En cada una de esas hojas ella leía títulos dignos de cualquier periódico amarillista “Ataque hoy al pueblo, cinco muertos”, “hostigamiento de la guerrilla, los niños muertos de miedo”, “ataque de la guerrilla con pipetas bomba y una R-5”.
En este lugar están tan acostumbrados al sonido de las balas, que ya saben de qué modelo provienen y qué bando las dispara. El asombro me llevaba cargada de los hombros. Yo, que confundo el sonido de una bala con el de un fuego artificial.
Esa noche nos invitó a visitar el colegio. La cita sería el día siguiente. Ya debíamos despedirnos. El día fue largo y la noche no fue la excepción. No pude dormir. ¿Qué hago aquí? ¿Cómo puedo escribir sobre todo esto sin tener miedo?
Cuando nos despedimos de la profesora, nos muestra en su terraza un hueco en una baldosa y nos dice que esa fue una esquirla de una pipeta. Entre risas dice que la dejará así, será el recuerdo del último hostigamiento vivido, o al menos eso espera.
Si deseas conocer la otra cara de este viaje no dejes de leer Corinto y la marihuana modificada
4 Comments
Linis, que fuerte esas historias que has escuchado. Me alegra mucho que estés cumpliendo tu sueño y de la mano documentes lo vivido por los más afectados por la guerra y más aún en un momento tan importante como este. Te mando un abrazo y un beso.
Jose!! Siii, muy fuerte lo que les ha tocado vivir. Espero poder seguir transmitiendo todo lo que veo en este viaje. Un abrazote gigante!
Uf, que texto más difícil de leer hasta el final pero que apropiado!
Me trajo muchos recuerdos, muchas imágenes me asaltaron. Me recordé en Medellín, en el Museo de la Memoria y cuanto conocí sobre el conflicto!
Aplaudo que textos como estos se escriban, se haga conocer otras caras, aunque tristes, de la bella Colombia!
Te mando un abrazo y el deseo de que sigan los buenos rumbos!!!
Gracias Juan Manuel. Sí, definitivamente es algo difícil de entender. Te mando un abrazo de vuelta y buenos caminos!