El bus me dejó en la terminal de Pereira, una de las reinas del eje cafetero. Así es como Armenia, Pereira y Manizales se presentan, como las tres ciudades principales de esta zona.
Cuando hablan del eje cafetero uno espera encontrarse con gran cantidad de verdes y pueblos pequeños típicos de la región y no con grandes ciudades de cemento como es el caso de las tres reinas de la zona.
Mi primera parada en el eje Cafetero fue en Pereira, la capital del departamento de Risaralda, después de haber encontrado alojamiento y comida en un hostal de la ciudad, a cambio de vídeos y fotografías para sus redes sociales.
Era mi segunda vez en esta zona, ya meses atrás había visitado el famoso pueblo de Salento y observado las grandes palmas de cera en el Valle del Cócora.
No quería llegar precisamente a una ciudad donde no podía conocer de cerca la siembra del café ni otros estilos de vida que son negados a quienes viven en las ciudades. Sin embargo, el camino me llevó a una de las capitales del eje cafetero y así como tengo una fascinación especial por los pueblos, también me gusta conocer la esencia de ciudades y capitales.
Decidí hacer base en Pereira mientras salía a conocer los alrededores en mis tiempos libres, sin tener la menor idea que debido a mi trabajo de fotógrafa y relacionista pública, el hostal me llevaría a todos esos lugares que deseaba conocer.
Algunos escenarios armados para el turista que quieren «vivir la experiencia» cafetera y otros escenarios naturales sin tener que pagar tarifas celestiales.
Cuando te dicen que vas a probar el mejor chorizo de toda Colombia, te preparas mentalmente y hasta llegas a pensar que es un poco modesto el comentario. Ese día no almorcé y ajusté mis expectativas a un nivel alto. Iba acompañada por un español, un canadiense y un estadounidense a quienes había conocido en el hostal. Para ellos, yo era su guía turística, para mí, yo era otra turista más.
Era la primera vez que visitaba la zona, nunca había probado los famosos chorizos “santarrosanos” y era la segunda vez que me subía en una chiva. Ese medio de transporte colectivo tan colombiano, tan pintoresco, tan emblemático.
Mis compañeros extranjeros querían subirse a uno y yo la verdad, también. Llegamos en bus hasta el pueblo de Santa Rosa de Cabal y allí, en la plaza principal, tomamos una chiva.
Fuimos los últimos pasajeros en subirnos, estaba repleta y no sólo de personas sino de una que otra gallina que cacareaba en la parte de atrás. El ayudante del conductor rápidamente se subió al techo para terminar de acomodar algunos bultos llenos de café. Escuchamos sus pasos sobre el tejado. A los chicos les hizo gracia. Le pedí al conductor que parara en la carretera para que compráramos el chorizo.
-Claro que sí, no hay problema.
Arrancamos con música de “plancha” cantada a grito herido por un pasajero borracho que por supuesto hacía contraste con el cacareo del animal. No puedo describir lo mucho que amo esta colombianidad.
Estaba en el transporte monumento de Colombia, con locales bulliciosos, uno borracho, gallinas en la parte trasera, bultos de café en el techo y minutos después sostendría una bandeja con chorizo y arepa para abrirnos paso entre las laderas verdes del eje cafetero.
Chorizos que se preparan con carne de cerdo magra desmenuzada a mano.
Dejamos atrás las torres de cemento y nos adentramos por laderas de verdes montañas sobre una chiva. Nos dirigíamos a uno de los principales atractivos turísticos del departamento de Risaralda.
Nos bajamos en la entrada principal. Me acerqué a la taquilla para avisarle a la vendedora que veníamos de parte del hostal. Nos hizo el descuento respectivo y a la guía turística –no es tan obvio decir que yo- le dieron una entrada gratis.
A medida que caminábamos, fuimos apreciando el agua que brotaba de la montaña. No pasaron más de treinta minutos cuando ya estábamos sumergidos en los balnearios de aguas termales, a los cuales les atribuyen propiedades terapéuticas para la piel.
Aunque disfruté mucho el momento y no menosprecio la belleza del lugar, confieso que me pareció un poco contrastante el paisaje natural con la construcción y el bullicio del ser humano. Tal vez fue por la temporada alta, pero el lugar estaba con sobrecupo e incluso vi a más de uno tomando licor y comiendo dentro de las piscinas.
Como telón de fondo en el horizonte teníamos el Nevado del Ruiz, desde cuya cumbre se divisan los departamentos del centro del país: Quindío, Risaralda, Caldas, Tolima y en días despejados Cundinamarca y Boyacá.
El Nevado del Ruiz, el ocasionante de la tragedia de Armero en 1985, la cual sepultó a un pueblo entero, reproduciendo así, la tragedia de Pompeya.
No íbamos precisamente a escalarlo, pero éste sería nuestro testigo durante nuestra visita al Santuario de fauna y flora Otún Quimbaya.
Mis compañeros de viaje Mateo y Tom, al igual que yo vienen por primera vez. Dejamos atrás la ciudad de Pereira en una chiva y poco a poco el bullicio se fue interrumpiendo por el silencio del campo. No había bajadas ni subidas abruptas, como es normal en Colombia. Todo era plano como la expresión del conductor.
Después de una hora de recorrido, llegamos a la vereda La Suiza. Allí nos bajamos para entrar al Santuario. Pagamos la entrada y junto con un guía nos adentramos con la esperanza de ver los monos aulladores. El sonido de sus aullidos ponía la música agreste en el ambiente. Sabíamos que por ahí estaban, pero no los podíamos ver.
Pasaron horas después de haber terminado el recorrido, cuando nos encontrábamos caminando por un sendero de tierra y jugábamos con todo lo que se nos travesaba en el camino.
Ven salta como si fueras Tarzán, corre para que veas este pájaro, salvemos a esta pobre mariposa, ya estoy cansado, sigue caminando, qué linda es Colombia, buenos días señor, escuchen eso, miren para allá, es lo que creo que es, sí, por fin lo vemos, son varios, tómale una foto antes de que se vayan, un momento tengo que cambiar el lente, mierda muy tarde, se están moviendo, ya los perdimos, la manada de monos se va, se están yendo, se fueron.
El regreso lo hicimos en una chiva después de esperar tres horas en la vereda La Suiza. Nos sentamos en una tienda a comer y hablar. Cuando llegamos a Pereira, la luna nos alumbraba. Llegamos al hostal a preparar la cena y entre charlas y cervezas cerramos el día. Nunca hubiera sido igual la experiencia sin ellos. Como siempre lo digo: viajo sola pero nunca estoy sola.
El sonido de los cascos de las cabalgaduras rompía el silencio. Niños nos miraban al pasar y entre risas tímidas nos decían adiós. Caminábamos por una vereda en Chinchiná, en el departamento de Caldas, buscando la hacienda cafetera donde nos explicarían todo el proceso, desde la siembra de la semilla hasta el café que llega a nuestras mesas.
Nos encontrábamos a una altura de 1.378 metros sobre el nivel del mar, un suelo para combinar la calidez de la tierra con las precipitaciones perfectas para empezar todo el proceso del café.
Iniciamos el recorrido por la finca y yo voy atesorando todo lo que veo. Todo es alimento para mi libreta de viajes y mi cámara fotográfica.
Para mis compañeros, una alemana y un holandés que no hablan español, el recorrido fue algo más difícil de comprender ya que yo sólo les hacía un resumen de lo más relevante. Ellos, al igual que yo, se sintieron un poco defraudados al saber la verdad sobre el café colombiano y todo lo que se esconde detrás de una taza de café.
Esto, mis amigos, merece un artículo aparte que pronto publicaré.
Dejamos el hostal casi a mediodía. Iba acompañada por Kevin, un francés que estaba recorriendo Colombia y parte de Centro América y con un nivel de castellano casi nulo. La noche anterior lo había convencido de acompañarme a Manizales (otras de las capitales del eje cafetero) haciendo dedo. No lo dudó ni un segundo y en menos de una hora yo tenía un cartel y una ruta establecida.
Fue difícil. Salir a la ruta, levantar el cartel, esperar, esperar y esperar. Pasó una hora y decidimos cambiar de lugar.
No sabía qué pasaba, no entendía por qué tanta demora. Sentía un poco de decepción. No quería tomar un bus. Teníamos el dinero para pagarlo pero yo deseaba vivir el momento, pasar por la aventura. Kevin sentía lo mismo.
Nos devolvimos unos metros más y le hablé a tres chicos vendedores de maní. Ellos nos dieron ánimos y me dijeron que me parara “allí” (mientras señalaba con su dedo índice). Lo hicimos.
-Si pasan treinta minutos y nadie nos recoge, me rindo. Le dije a Kevin.
Pasaron 25 minutos exactos y un auto Chevrolet Spark color gris nos paró. Corrimos y nos subimos.
Ya dejaba atrás Pereira y me adentraba a una nueva capital del eje cafetero. Manizales.
Haz click para ver el vídeo.
Encontrar la emoción en cada detalle, explorar lo desconocido, conocer nuevas personas, predisponerme a vivir nuevas experiencias y sobretodo aprender. Vivir escenas del eje cafetero que me recordaron una vez más que amo esta vida itinerante, que amo vivir viajando.
1 Comment
Solamente una sugerencia…contrastar mas los textos pues se dificulta la lectura por el gris suave que tienen.